"style" " .Capitulo 3 de mi novela SÈPTIMA FICHA/EL DIPUTADO LO MATÒ: EL SUFRIMIENTO Y LA SOLEDAD DE CARMINA MARTÍNEZ BUENDÍA

Capitulo 3 de mi novela SÈPTIMA FICHA/EL DIPUTADO LO MATÒ: EL SUFRIMIENTO Y LA SOLEDAD DE CARMINA MARTÍNEZ BUENDÍA


Frederick regresó a Perla Negra después de una larga estadía en Piecaballo, una ciudad remota y extraña donde había buscado su fortuna. Había partido de su tierra en los años cincuenta, cuando era un muchacho lleno de ilusiones, y no había vuelto a pisarla hasta aquel domingo de calor infernal, casi treinta años después. Los siete días previos a su retorno se le hicieron interminables, como si estuviera condenado a cadena perpetua.
Él me confió que Piecaballo era una metrópoli próspera y vibrante, pero que nada podía compararse con el encanto y la belleza de su pueblo natal. Lo que nunca imaginó fue que allí se reencontraría con su viejo amigo Genaro, quien también había huido de Perla Negra, ocultando un secreto que nadie sabía.
Perla Negra lo recibió con inquietud y nostalgia. La ciudad estaba alterada por el clima anómalo y expectante por el hijo pródigo que había vuelto convertido en otro hombre. Su madre, Ascacia Montes, me dijo que él había soñado con regresar en solo cinco años, pero que el destino le había reservado una larga y dura travesía por la lejana ciudad. Con un aire distinguido y una chaqueta marrón impecable, bajó del avión que lo trajo al Aeropuerto General Calixto Ochoa. Su figura despertó la curiosidad y la admiración de los que lo vieron pasar.
Vestía unos vaqueros azules que le ajustaban las piernas, unos botines leonados que brillaban al sol y una camisa clara que armonizaba con su rostro apuesto. Su atuendo era muy distinto al de los habitantes de Perla Negra, acostumbrados a una ropa más modesta y gastada.
 Su presencia parecía anunciar un cambio positivo y renovador para la ciudad. Aunque a él se le notaba una tristeza en los ojos, se comportó con amabilidad y cordialidad con todos los que lo recibieron. Agradeció las muestras de afecto y se interesó por las noticias de la ciudad y de sus antiguos conocidos. Poco a poco, nos fue revelando su historia y los sufrimientos que había padecido en Piecaballo, así como el motivo que lo había impulsado a volver a Perla Negra.
Frederick era, hasta ese momento, un enigma para mí, un nombre que resonaba en los rincones de Perla Negra, el pueblo que lo había visto nacer y crecer. Sin embargo, a medida que su historia comenzaba a desplegarse ante mis ojos, nuevos sentimientos afloraron en mi interior. Comprendí que Frederick era mucho más que un simple desconocido. Era un líder, un orador elocuente y furioso, un defensor ferviente de los derechos de su pueblo. Mis conocimientos sobre él se limitaban a las escasas veces que lo vi en el escenario durante su adolescencia, donde se alzaba con voz potente y una mirada encendida para denunciar atrocidades y exigir justicia para los habitantes de este rincón olvidado del mundo.
Él, junto a Genaro, era el hijo predilecto de la JAR, Juventud Activista Revolucionaria la organización que luchaba incansablemente por la liberación y el progreso de nuestra tierra. Desde esos momentos, lo admiré en silencio, manteniendo una distancia respetuosa, sin atreverme a acercarme a él. Jamás habría imaginado que algún día sería el narrador de su destino, que sus pasos y su historia se cruzarían con los míos de una manera inesperada.
Faltaban pocos días para mi medio siglo de vida cuando él se marchó a Piecaballo, sembrando un dolor eterno en el alma del pueblo. Ahora, al verlo volver después de tanto tiempo, y con ochenta años pesando sobre mis hombros, apenas podía reconocer su semblante entre las grietas de mi vejez. Habían transcurrido casi tres décadas desde su partida, veintinueve años para ser precisos, y en todo ese lapso, mi afán por recordar sus huellas se había esfumado por completo. Ahora, el azar nos reunía de una forma que ni yo mismo podía creer.
Su aspecto había cambiado mucho, claro está. Ya no era el joven apuesto y vital que había enamorado al pueblo con sus abrazos y sus besos, el que había hecho suspirar a Gloria, la hermana de su amigo Genaro, y a tantas otras con sus versos y sus caricias. Ahora era un hombre entrado en años, con el cabello cano y la mirada melancólica. Se notaba que había sufrido mucho, que había vivido aventuras y desventuras en tierras lejanas.
La gente del pueblo lo miraba con curiosidad y recelo, preguntándose tantas cosas, sobre todo qué había ocurrido con la muerte de Genaro. No fue un regreso triunfal, sino más bien una huida desesperada de Piecaballo. Así volvió a Perla Negra, el pueblo que lo había visto nacer y crecer junto a su amigo Genaro Castañeda Martínez, el joven líder que había caído en Piecaballo bajo una sombra de misterio.
El pueblo entero lo recibió con afecto, dispuesto a consolarlo y a oír su testimonio de los hechos. Pero él no venía a narrar historias, sino a buscar cobijo y justicia. Su mirada estaba cargada de dolor y de ira, como la de tantos otros que habían padecido la violencia y la opresión. Perla Negra era un pueblo indómito, que no se dejaba someter por nadie. Y con su llegada, se reencendió el fuego de la resistencia que su amigo Genaro había iluminado con su ejemplo y su martirio.
Frederick, con su voz rota por el peso de los recuerdos, narraba la desdicha que había caído sobre Piecaballo, aquel rincón del mundo donde Genaro, su amigo del alma, encontró su final en un suceso tan atroz como enigmático. Las ondas de las radios de Perla Negra, esa gema escondida entre montañas susurrantes, llevaban sus lamentos a cada rincón, entrelazándose con el pesar que abrazaba a cada uno de sus habitantes. El día en que el luto se vistió de gala, el locutor de renombre, con su voz que parecía acariciar las lágrimas del cielo, dedicó un elogio a los Castañeda-Martínez, esa familia que había tejido afectos en el tapiz de la ciudad. Bajo el velo de una melodía que parecía llorar, confesó que la emisora, ese faro en la penumbra, y su corazón compartían la aflicción de aquellos a quienes la tragedia había arrebatado sonrisas. Mientras oía esas palabras con atención, una ola de compasión me inundó. La familia, que había sembrado respeto y cariño, había germinado en el alma colectiva, y su dolor era ahora el de todos. En Perla Negra, donde incluso las sombras se unen para sostenerse, el duelo se convertía en un abrazo que trascendía las murallas del tiempo y el espacio.
Carmina, la madre de Genaro, se había convertido en una sombra de sí misma. Su existencia se detuvo el día en que su hijo escapó del pueblo, y desde entonces, no volvió a salir de su habitación. Clotilde Quiñónez reveló que Carmina tomó esa decisión en la trágica madrugada de la huida de su hijo. Desde ese instante, la desdichada mujer se sumió en una oscuridad sin fin, sin recibir el consuelo de aquellos que alguna vez fueron su familia y sus amigos.
De la vida de Carmina Martínez Buendía, apenas conocía unos pocos detalles, ya que rara vez cruzaba palabras con ella. Mi vida transcurría en un lugar muy distante del Barrio Cholero, donde ella residía, y casi nunca me aventuraba a caminar por su célebre calle Plinio Illescas, famosa tanto en nuestro pueblo como en el resto del mundo.
Mi juicio de Carmina se limitaba a lo que Clotilde y Adelina Quiñónez, sus amigas más cercanas, estaban dispuestas a revelar. Ellas tenían con celos los secretos de su amiga como si fueran un tesoro, solo compartiendo tramos ocasionales de su vida. Solían describirla con estas palabras: «Carmina era así, una mujer de otro tiempo, de otro mundo». Su personalidad y su historia la convertían en un enigma, una figura misteriosa que parecía haber emergido de una época distinta, un enigma que desafiaba la comprensión y que evocaba un aura de misterio y encanto de otra era.
Clotilde y Adelina emergían como figuras maternales, santas y guerreras de la fe. Sus corazones, vastos como el océano y cálidos como el abrazo del sol poniente, eran refugio de esperanzas y sueños de los desamparados. Con cada paso que daban, la tierra parecía florecer bajo sus pies: acompañadas por Carmina, cuya voz era tan clara y pura como el agua de manantial, se adentraban en los rincones más olvidados de Perla Negra, llevando consigo no solo palabras divinas sino también actos de amor incondicional. Aunque algunos corazones se cerraban como puertas antiguas ante sus oraciones, ellas, como principales integrantes del grupo Hermanas de la Paz, no desfallecían, pues su fe era inquebrantable, y sabían que, al final del día, la luz de su devoción iluminaría incluso la oscuridad más profunda.
Cuando Frederick volvió a aparecer por el pueblo, sentí la curiosidad de ir al Barrio Cholero, donde el recuerdo de Genaro aún pesaba como una losa. Allí me encontré con Clotilde, que salía de su casa con una maleta en la mano. La saludé con afecto y ella me devolvió el gesto con una sonrisa. Sin perder tiempo, me invitó a acompañarla al Parque del Barranco, donde me contó su inquietud por Carmina, que seguía rechazando el amor de nuestra adorada Perla Negra después de tantos años. Su semblante era de tristeza y desazón, pero su voz tenía la fuerza y el aliento de quien no se rinde ante la adversidad.
—¿Carmina lleva tanto tiempo presa en su casa? —pregunté con estupor—. Te lo digo porque me cuesta creer lo que me has narrado antes, Clotilde.
—Pues créelo, porque es la pura verdad —replicó Clotilde con impaciencia—. Han transcurrido más de 25 años, y la hermana Carmina sigue renunciando a los encantos de nuestra querida Perla Negra. No te miento, ¿comprendes?
—Lo siento mucho, Clotilde —Le confesé con sinceridad.
—No quería molestarte ni cuestionar tus palabras. Me parece increíble que una mujer pueda estar aislada en su casa durante tanto tiempo. ¿Cómo está Carmina ahora? ¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarla o aliviar su pena?
—No hay nada que hacer, no acepta ayuda de nadie, solo si Nila se lo pide y ella lo consiente, pues Nila es la única que puede verla —contestó Clotilde con tristeza en su voz.
Así, en la penumbra de un crepúsculo teñido de melancolía, se inició mi diálogo con Clotilde, custodia de los recuerdos y confidente de los susurros del pasado. Apenas días después del trágico desenlace que arrebató a Genaro, el valeroso luchador, y antes de que yo me acercara a conversar con Carmina. Clotilde me miró con sus ojos tristes y melancólicos, y soltó un suspiro antes de seguir conversando.
—Sí, así es. Carmina se encerró en su casa hace más de un cuarto de siglo y no ha vuelto a salir de entonces. Apenas Nila sabe de su vida allí dentro, maldecimos la decisión que tomó de aislarse en su mundo. 
—¿Ni siquiera tú? —insistí, intrigado por el misterio—. Tú que eras su confidente, su cómplice, su hermana del alma, ¿has podido conversar con ella?
—Ni siquiera yo —admitió Clotilde, bajando la voz—. La última vez que la vi fue la mañana siguiente a la huida de su hijo, hace casi 25 años. Estaba pálida y demacrada, como si hubiera envejecido veinte años en cuestión de días. De lo poco que hablamos, no se atrevió a compartir sus planes. Solo mencionó la trágica partida de su hijo de Perla Negra, culpando al disputado Sergio Cañete de su desastre. Luego, se encerró en su casa y cerró la puerta tras de sí. Desde entonces, ninguna de las Hermanas de la Paz ni ningún otro amigo ha vuelto a verla.
—¿Y no has intentado contactar con ella? —pregunté, sorprendido por la pasividad de Clotilde.
—¿No has tratado de averiguar qué le pasa, si necesita ayuda, si está enferma o deprimida? —insistí.
—Claro que lo he intentado —se defendió Clotilde—. Pero todo intento ha sido inútil. —He ido varias veces a su casa, he golpeado la puerta con fuerza, he gritado su nombre, he suplicado que me abra. Pero nada. Es como si no hubiera nadie dentro. O como si no quisiera saber nada del mundo exterior.
—No te aflijas, Clotilde —le dije, acercándome a ella y posando una mano sobre sus generosos hombros—. Esto, sin duda, es algo pasmoso, y juzgo que pueda resultar inquietante.
—Comprendo. Bueno —como te conté—, la hermana Carmina vive recluida en su casa desde hace más de 25 años, desde que su hijo Genaro escapó de Perla Negra. Nunca volvió a poner un pie fuera de su hogar, ni siquiera para reunirse con nosotras, las Hermanas de la Paz. La verdad es que sufrió una pérdida irreparable, su pena y su angustia son inconmensurables. Dicen que por las noches se le oye hablar con el fantasma de su hijo, que le pide perdón por no haberlo cuidado mejor. Y que, en las mañanas, cuando el sol entra por las rendijas de las ventanas, se le ve tejer una manta interminable con los hilos de sus cabellos blancos.
—Me han dicho que usted, Clotilde, es una hija de este Barrio Cholero —proseguí la tertulia con un tono amable mientras caminábamos al Parque del Barranco. 
—En efecto, nací y crecí aquí, en este Barrio Cholero lleno de vida y de memoria, de ambiente alegre y excelentes luchadores. Y que han luchado por el bienestar de su gente, no por su propio bienestar como es el caso de Genaro, Frederick y otros, donde la fuerza y el coraje se respiran en cada esquina, donde la cultura y la tradición están vivas en cada hogar. Aquí, donde la música, el baile y la risa son expresiones de vida y libertad —me contestó Clotilde—. Pero también padece la injusticia y la violencia. De este barrio era Genaro, un gran defensor de los derechos de nuestra comunidad y su muerte nos duele. ¿Y qué motivo lo trae a usted a mi barrio a buscarme?
—Estoy escribiendo la biografía de Genaro Castañeda Martínez, su historia me ha fascinado desde el regreso de Frederick Pinuargote Montes a nuestra ciudad —le dije delirante por saber más sobre la vida del joven guerrero—. Quiero comprender mejor su causa y su entrega por la justicia de Perla Negra. Quiero narrar su historia de una forma digna para que su legado perdure para siempre en nuestros corazones y mentes.
—Ya veo, pero ni siquiera sé con quién estoy hablando.
—Me llamo Emiliano, sí, Emiliano.
—Encantada, Emiliano —respondió Clotilde con una amable sonrisa. —Es admirable que tengas ese interés y pasión por conocer y difundir la historia de Genaro. En este barrio tenemos muchas historias valiosas que merecen ser contadas, la de Genaro es una de las más importantes. Me alegra saber que habrá alguien que tomará el tiempo para contar su historia de manera justa y honrada.
—Comprendo tu interés, Emiliano —dijo Clotilde con una sonrisa—. Genaro fue un ser humano increíble, y es justo que se conozca su historia completa, no solo su faceta pública. Fue un niño especial, y lo que vivió en su infancia influyó en gran medida en la persona en la que se convirtió. Estoy dispuesta a compartir contigo todo lo que sé sobre Genaro, sus raíces, su familia y su evolución desde la niñez hasta su papel en la lucha por los derechos de nuestra comunidad. Creo que te llevarás muchas sorpresas. Clotilde suspiró con nostalgia al recordar a Genaro, el niño que había marcado su vida. 
—Genaro era un prodigio desde que nació —dijo con emoción—. Tenía una inteligencia y una sensibilidad fuera de lo común. La lectura era su gran pasión; se alimentaba de las palabras que encontraba en todo tipo de textos, desde cuentos y novelas hasta periódicos y revistas. Escribía con el alma, tenía un cuaderno donde plasmaba sus pensamientos y sus pasiones con palabras hermosas y profundas. 
Su madre, Carmina, y yo nos maravillábamos con lo que escribía con pasión. Era un niño curioso e inquieto; le fascinaba observar y explorar el mundo que lo rodeaba. Su madre, Carmina, le decía: «¡Deja de ser tan curioso, Genaro!». Pero él no podía evitarlo; quería saber más y más, le preguntaba a su padre, Alfonso, y a nosotras sobre el mundo y las personas que lo habitaban. 
Siempre lo vi conversar con la gente mayor del pueblo; ellos le contaban sus historias, sus problemas, sus sueños, y él se solidarizaba con sus sufrimientos, luego les ayudaba en lo que podía, aunque fuera llevando de su casa algún trozo de pan. «Carmina, este niño nos ha salido muy noble y generoso», solía decirle Alfonso a su mujer. Y es que Genaro siempre compartía lo que tenía con los demás. 
Era un niño muy alegre y divertido también; le gustaba jugar con sus amigos, reírse de las cosas simples de la vida, disfrutar de la naturaleza, muy cariñoso con su familia, especialmente con su madre, Carmina, y su abuela, Petronila Martínez Buendía. Genaro desde niño enfrentó los problemas con valentía; no le tenía miedo a nada ni a nadie. Me gustaba su personalidad; la tenía fuerte y firme. Sabía lo que quería y luchaba por conseguirlo.
—¡Qué niño tan asombroso! —le exclamé a la mujer—. Luego, me surgió una pregunta por pura curiosidad: —¿Es cierto, Clotilde, que el barrio de Genaro, tu barrio también se vistió de fiesta por el regreso de Frederick?
—Así fue, Emiliano. Frederick regresó, pero no era un momento de alegría. La trágica muerte de Genaro y la falta de justicia en su caso seguían siendo una carga en nuestros corazones. Frederick regresó para cumplir su deber como amigo y buscar respuestas, no para celebrar nada.
—Comprendo, la situación dolorosa y compleja que vivía Perla Negra, sin duda, no era una ocasión para festejar —dije con ternura y solidaridad.
—Qué bien, Emiliano —Clotilde dijo con una mirada de agradecimiento—, piensas igual que la gran mayoría de nosotros del Barrio Cholero y de nuestro pueblo. La verdad es que, en aquel instante, la idea de celebrar el retorno de Frederick nos pareció inapropiada e irrespetuosa, sobre todo teniendo en cuenta lo que le había pasado a Genaro.
—Tienes razón, Clotilde —le dije con una mirada compasiva—, es esencial reconocer y valorar las emociones y los sentimientos de los demás, sobre todo en situaciones de dolor y sufrimiento. Genaro fue un guerrero valiente y su entrega y lucha por la justicia deben ser recordados y honrados con el debido respeto y dignidad.
—La mayoría de los habitantes de nuestro barrio, así como el resto de la población de Perla Negra, estaban en un estado de pesar y conmoción —afirmó colérica Clotilde—. Solo en la mente de unos pocos fieles a Frederick podía caber la idea de celebrar su regreso a Perla Negra engalanando algunos rincones de la ciudad y nuestro Barrio Choleros como si fuera una ocasión festiva, sobre todo la decoración excesiva en la calle Plinio Illescas, donde Frederick y Genaro habían crecido juntos, resultó aún más inadecuada e insensible. Por otro lado, no se daban cuenta de que, mientras ellos lucían su júbilo, el resto de nosotros llorábamos su muerte.
—Clotilde comparto su opinión! —exclamé a la mujer.
—De todas formas, Emiliano, lo que sí te puedo contar es que Frederick estaba inmensamente anhelante de reencontrarse con sus hermanos de Perla Negra, aquellos que le regalaron tantas sonrisas, pero no en estas condiciones —continuó diciendo Clotilde con un tono melancólico y afligido, mientras hacía girar un antiguo abanico—. Esto me lo confesó su madre, Ascacia Montes. La pena y la añoranza lo consumieron, su vuelta a Perla Negra no fue como él soñaba y la muerte de su amigo Genaro lo golpeó duramente, hundiéndolo en una espesa niebla de sufrimiento. Aunque algunos seguidores de sus más fieles intentaron celebrar su regreso con aquel frívolo aliño, no consiguieron borrar el dolor en su alma.
—Sí, es verdad —respondí desalentado—, Frederick se sintió como preso en Piecaballo, lo que debía ser una etapa temporal de su vida se convirtió en una cárcel perpetua. Sus sueños y esperanzas de volver a su hogar en Perla Negra se esfumaron con el tiempo.
—El pobre hombre fue a terminar sus estudios a Piecaballo para volver a su pueblo tan pronto como acabaran, pero no fue así. Se quedó allí durante años, unos 29 creo. No estoy segura, bueno, da igual, ya lo averiguarás algún día —añadió Clotilde con ternura—. Es realmente triste pensar en ello. Aquel joven lleno de vida y alegría se convirtió en un hombre amargado y solitario, atrapado en su propia tristeza. ¡Qué lástima que la vida pueda ser tan cruel a veces!
—Claro, Clotilde, es una historia que conmueve el alma —le dije con empatía y admiración—. Frederick renunció a su libertad y a su anhelo de volver a su tierra natal, Perla Negra. Se quedó en Piecaballo durante tres décadas, al lado de su amigo Genaro y su familia, y a sus dos descendientes. ¡Es una lección de la fragilidad de nuestros sueños y de las vueltas que da la vida a veces!
—Sentía una nostalgia irremediable por volver a Perla Negra —dijo la mujer—. Perla Negra es más que un lugar, es un destino, un sueño, una leyenda. Es allí donde él aprendió los secretos del mundo y las maravillas de su pueblo. —Así es, Emiliano —continuó Clotilde con un suspiro—, aquí en Perla Negra, donde el sol baila con la luna y el mar susurra canciones de amor, es donde él encontró su razón de ser, su fuerza y su coraje, y eso lo hace digno de esta tierra embrujada.

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