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Sombras de Amor y Destino

La plaza del pueblo estaba en calma, iluminada por la suave luz del atardecer. Los vecinos paseaban tranquilos, conversando entre ellos mientras muchos niños jugaban alrededor. En un banco, junto a su madre, doña Juana, Antonio observaba con admiración a Rosa, quien charlaba animadamente con otras chicas de su edad. 

—Qué hermosa es Rosa. Tan delicada como una flor en primavera—, susurraba tiernamente Antonio, mientras acariciaba las tiernas manos de su madre. Antonio, un joven de corazón ardiente y sueños inmensos, había crecido en el pequeño pueblo. Desde niño, había admirado a Rosa desde lejos, siempre demasiado tímido para acercarse a ella. 

En este mismo parque, una tarde de verano, su profesora de infancia, la inolvidable Bacha, me había contado esa historia de amor y valentía que guardaba Antonio. Su madre, Doña Juana, una mujer sabia y comprensiva, notó la melancolía en la mirada de su hijo. 

—Hijo, ¿qué te preocupa tanto? He notado que no eres el mismo últimamente. 

—Madre, es Rosa. Desde hace años la amo, pero nunca he tenido el valor de hablarle. 

—El amor puede ser una bendición y una maldición, hijo mío. Pero no puedes dejar que el miedo te impida intentarlo. 

Mientras tanto, en el otro extremo de la plaza, el alcalde Don Tomás, un hombre de poder y ambición, paseaba con su perro y observaba con interés a Rosa. Rosa era su única hija, y había planeado un futuro brillante para ella en la ciudad. Hasta su despacho había llegado el chisme de que su hija era pretendida por Antonio. No quería que se involucrara con un joven sin fortuna como él. 

—Hija mía, necesito hablar contigo sobre tu futuro—, le dijo, mientras su mano era sacudida por el pequeño animal. 

—¿Qué pasa, padre? —, le respondió su tierna hija. 

—No te preocupes, hija, no es nada grave. He decidido que es tiempo de que te mudes a la ciudad. Allí tendrás mejores oportunidades al cuidado de tu tía, mi adorada hermana Carmela. Hallarás una vida más emocionante. 

—Pero padre, mi futuro no está en la ciudad, está aquí, con la gente que amo, además tengo interés de quedarme aquí y al cuidado de nuestro pasto. ¿Y Antonio? Él es bueno y amoroso. ¿Por qué no puedo quedarme? —respondió con determinación Rosa. 

—Antonio no es adecuado para ti, hija. Tu futuro está en la ciudad, rodeada de personas que te beneficiarán. 

—No puedes decidir por mí, padre—, la voz de Rosa se quebró como una rama seca bajo el peso del invierno. 

—Mi corazón pertenece a este lugar, a sus valles y montañas, a Antonio...—, sus palabras flotaban como mariposas en un jardín de silencios. 

—Rosa, no entiendes, la ciudad te ofrecerá lo que yo nunca podré—, replicó don Tomás, su voz era un trueno lejano, lleno de temor y autoridad. 
                                                                      

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Mientras tanto, Antonio, decidido a jugárselo todo por su amor, se acercó a Rosa con la bendición de su madre Juana. 

—Qué tal, Sr. alcalde. Y tú, Rosa, perdona que te moleste, pero necesito decirte algo. Algo que llevo guardado desde siempre y si no lo vomito, me muero. 

—Dime, Antonio—, respondió emocionada Rosa. 

—Rosa, te amo. Desde siempre te he amado en silencio, pero ya no puedo ocultarlo más. Quiero estar contigo, compartir mis sueños contigo. Y usted, don Tomás, sepa del rotundo amor que siento por su hija. —Don Tomás, el amor no entiende de futuros planificados ni de ciudades distantes. El amor es un campo florecido aquí y ahora, y yo... yo soy el campesino que desea cuidarlo. 

Rosa se quedó enmudecida ante las palabras inesperadas de Antonio. El silencio cayó como una cortina entre los tres, pesado y denso. Don Tomás miró a su hija, luego a Antonio, y en sus ojos se dibujó una lucha interna tan antigua como las colinas que rodeaban su hogar. Pero antes de que Rosa pudiera responder, su padre, encrespado, interrumpió cualquier respuesta de su hija. 

—¿Cómo te atreves a molestar a mi hija, Antonio? —le dijo furioso. —Tus sentimientos no tienen cabida en el futuro de mi hija. Ella se irá a la ciudad, así se lo estaba diciendo ahora. Y, luego de tu interjección, lo digo con mayor determinación: ella se va y no la volverás a ver. 

Rosa, angustiada y dividida entre su amor por Antonio y el deber hacia su padre, miró entre lágrimas a ambos hombres que representaban caminos tan diferentes para su vida, pero dejó que las palabras de su padre se perdieran, como hojas arrastradas por el viento. Y con la esperanza brillando en sus ojos, sabía que el amor, a veces, necesita solo un instante para cambiarlo todo. 

—¡No puedo elegir entre ustedes dos! Mi corazón está destrozado —gritó llorando Rosa. 

El alcalde, sin mostrar compasión, tomó a su hija del brazo y se alejó de la plaza, dejando a Antonio solo y desolado. 

—¡Rosa! —gritó Antonio de rodillas. 

Los vecinos del pueblo, testigos mudos de la tragedia del amor prohibido, susurraron entre ellos mientras la tarde caía, dejando a Antonio con el alma rota y a Rosa atrapada entre el deber y el deseo.

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