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La Promesa en las Montañas

La Promesa en las Montañas

En las profundidades de las montañas, donde el aire era puro y el silencio resonaba como una canción ancestral, vivía Mateo, un joven de ojos oscuros y espíritu indomable. Criado por su abuelo, Don Eladio, un hombre sabio que conocía los secretos de las estrellas y los senderos que zigzagueaban entre los picos nevados, Mateo anhelaba explorar más allá de los confines del pueblo.

Una tarde, mientras pastoreaba las ovejas en las laderas de la montaña, Mateo divisó a lo lejos a Julia, una joven de cabellos negros como el ébano y ojos profundos como lagos de montaña. Julia, hija del curandero del pueblo, caminaba con gracia entre las flores silvestres, su presencia iluminando la soledad de la montaña como un rayo de sol en la neblina matutina.

—¡Julia! —llamó Mateo, con la voz llevada por el viento fresco que descendía de las cumbres.
Julia se detuvo y giró hacia él, con una sonrisa que parecía nacer de las propias montañas.

—¡Mateo! —respondió ella, con el eco de la voz resonando en los valles cercanos.

Desde aquel encuentro en las laderas, Mateo y Julia comenzaron a encontrarse a menudo en las tranquilas cumbres y en los rincones secretos que solo los árboles y las estrellas conocían. Hablaban de sueños y de deseos, de los misterios del pueblo y de las historias que sus abuelos le habían contado junto al fuego en las noches de invierno.

Pero su amor no era solo un susurro en el viento. Estaba marcado por las tradiciones del pueblo, donde las promesas se sellaban con la pureza de las aguas que bajaban de las montañas y los abrazos se fortalecían con el respeto a las generaciones pasadas.

Un día, cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de las cumbres y el cielo se encendía con tonos dorados y púrpuras, Mateo se arrodilló ante Julia en la cima de la montaña más alta del pueblo. Con un anillo tallado en madera de roble, una joya que había esculpido con sus propias manos, le pidió que fuera su compañera en el camino que aún les quedaba por recorrer.
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Julia, con lágrimas de alegría en sus ojos y el corazón lleno de amor, tomó la mano de Mateo y susurró una promesa que resonó en el silencio de las montañas como un eco eterno. No necesitaban palabras grandilocuentes ni gestos exagerados, porque su amor era tan profundo y arraigado como las raíces de los árboles centenarios que custodiaban su pueblo.

Y así, en las montañas donde el tiempo parecía detenerse y las estaciones cambiaban como capítulos de una vieja novela, Mateo y Julia continuaron su viaje juntos. Cada amanecer y cada puesta de sol les recordaba que el amor verdadero, como las montañas que los rodeaban, era eterno y siempre cambiante, lleno de promesas por cumplir y sueños por compartir en el camino que los llevaba hacia el horizonte.

Pero, el destino, tan caprichoso como las brisas que acariciaban las cumbres, tenía sus propios planes para Mateo y Julia. Después de un mes de dicha compartida, un trágico día de verano, mientras exploraban una senda estrecha en las alturas, ocurrió el desastre.

Julia, con su espíritu libre y sus ojos llenos de vida, resbaló en una parte escarpada de la montaña. Mateo, que caminaba justo detrás de ella, apenas pudo alcanzar su mano antes de que cayera por el precipicio hacia las faldas rocosas de la montaña.
                                                                                
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—¡Julia! —gritó Mateo, su voz resonando en las montañas como un lamento desgarrador.

Corrió hacia el borde y vio a Julia, yacía inmóvil en el suelo, rodeada por la quietud de la naturaleza que apenas un momento antes había sido su testigo feliz. El sol continuaba brillando en un cielo azul profundo, como si nada hubiera cambiado, pero para Mateo, el mundo entero se había oscurecido.

Con manos temblorosas y ojos llenos de lágrimas, Mateo descendió con cuidado por el terreno escarpado hasta donde yacía Julia. Tomó su cuerpo en brazos, sintiendo el peso de la pérdida aplastando su corazón. El tiempo parecía detenerse mientras acunaba su rostro entre sus manos, anhelando que su amor pudiese devolverle la vida.

—Julia, mi amor... —susurró entre sollozos, pero no hubo respuesta.

Los días siguientes fueron como un sueño desgarrador para Mateo. El pueblo se unió en luto por la pérdida de Julia, pero ninguno compartía el dolor tan profundo que Mateo sentía en su alma. El eco de sus risas resonaba en cada esquina del pueblo, recordándole lo fugaz y frágil que era la felicidad.

En las noches, Mateo subía solo a las alturas donde solían encontrarse, buscando respuestas en el silencio de las montañas que ahora le parecían tan indiferentes. El viento le susurraba historias de amor y pérdida, pero ninguna consolaba su corazón destrozado.

Con el tiempo, el dolor de Mateo se convirtió en una sombra que lo acompañaba a todas partes. Sus días se llenaron de una melancolía profunda y una sensación de vacío que ningún consuelo podía llenar. El abrazo del paisaje familiar ya no ofrecía consuelo ni paz, solo recordatorios dolorosos de lo que una vez tuvo y ahora había perdido para siempre.

Pero en el silencio de su tristeza, Mateo encontró una promesa que aún podía cumplir. En honor a Julia, decidió vivir cada día con la misma pasión y amor que ella le había enseñado. Llenó sus horas con la tarea de cuidar las flores silvestres que ella tanto amaba y dedicó su vida a recordar su espíritu alegre y su risa contagiosa.

El pueblo, que había compartido su alegría y ahora compartía su dolor, miraba con ternura a Mateo mientras buscaba su camino entre las sombras de la pérdida. Aprendió que el amor verdadero no desaparece con la muerte, sino que perdura en cada acto de bondad y en cada recuerdo que se lleva en el corazón.

Y así, entre las montañas que fueron testigos de su amor y su tragedia, Mateo encontró una forma de seguir adelante. Cada amanecer y cada puesta de sol le recordaba que el amor de Julia, aunque truncado demasiado pronto, seguía siendo el hilo que tejía su vida con la promesa de un reencuentro en la eternidad de las montañas.

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