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El Sueño de las Mariposas

En un pueblo perdido entre montañas y ríos serpenteantes, vivía Felisa, una joven de cabellos oscuros y ojos profundos como pozos de agua cristalina. Todos los días, al caer la tarde, se perdía en la plaza del pueblo, bajo la sombra del ceibo centenario, donde el rumor de las hojas susurraba historias de antaño. Felisa, criada por su abuela Elvira, conocía todos los secretos de las plantas y las estrellas. En aquella plaza, donde las mariposas danzaban en la brisa vespertina, soñaba con algo más que las calles empedradas y los cuentos de su abuela. 

En la otra esquina de la plaza, Don Rodrigo, un hombre de negocios próspero y con un corazón lleno de amargura, observaba a Felisa con ojos codiciosos. Había decidido que ella sería suya, sin importar las consecuencias. Con sus ropajes elegantes y su sombrero de ala ancha, se acercó a ella un atardecer, mientras el cielo se pintaba de tonos rosados y dorados. 

—Felisa, mi bella mariposa, ¿no te cansas de volar sola? —le dijo, con una sonrisa que ocultaba más sombras que luz. Felisa, sorprendida pero firme, lo miró con desconfianza. Conocía las historias de amores trágicos que su abuela le había contado, y sabía que aquel hombre no traía nada bueno.                                                                           

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—Don Rodrigo, mi vuelo es mío y nadie tiene el derecho de cortar mis alas —respondió, con la voz firme como el tronco del ceibo bajo el cual estaban. Pero Don Rodrigo no se dejó disuadir tan fácilmente. En el pueblo, corrían rumores de su riqueza y de su influencia sobre los destinos de los demás. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. 

—Felisa, no sabes lo que dices. Mi amor puede darte riquezas y comodidades que nunca has imaginado —insistió, acercándose más. Pero en ese momento, un murmullo comenzó a extenderse entre los vecinos que observaban desde las sombras de las casas de adobe. Doña Elvira, la abuela de Felisa, una mujer anciana pero llena de sabiduría ancestral, se acercó con paso lento pero decidido. 

—Don Rodrigo, su riqueza no puede comprar el corazón de mi nieta. Ella es libre como el viento que sopla entre los árboles, y no se dejará enjaular por sus promesas vacías —dijo, con la voz firme y los ojos brillantes como estrellas. 

Don Rodrigo, sorprendido por la intervención de la anciana, se retiró con gesto adusto. La plaza, ahora envuelta en el crepúsculo, guardó el susurro de aquella batalla de voluntades. Felisa, con el corazón latiendo aún más fuerte, se sintió protegida por el amor de su abuela y la fortaleza de sus convicciones. Bajo el ceibo centenario, donde las mariposas seguían danzando en el aire, supo que su destino estaba entretejido con el de su pueblo, donde cada historia se entrelazaba como las ramas de aquel árbol antiguo. Y así, en esa plaza donde las sombras cobraban vida con cada suspiro del viento, Felisa encontró la fortaleza para seguir soñando con un amor que fuera como las mariposas: libre, ligero y lleno de color.

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